Transferencia y juego
Sara Wajnsztejn
En un niño una serie de procesos
están en curso, por lo tanto, no podemos hablar de repetición en el sentido de
un adulto, como si se tratase de la subjetivación acabada de la estructura.
En este sentido, situamos puntos de tropiezo, de detención sobre
un recorrido que se está construyendo, inacabado.
La repetición en el pequeño sujeto se
ubicaría más como insistencia de una pregunta.
Estos puntos de tropiezo, de
interrogación, tienen relación con el lugar particular que se le atribuye al
niño en el mito familiar, con los significantes familiares.
No podemos desconocer que es en
primer lugar, a nivel del discurso sobre
el niño donde además de ser señalado su lugar, encontramos algunos
significantes de importancia.
En este sentido, el decir de los
padres es un saber textual a
descifrar.
El inconsciente es un saber textual,
que se hace aprehensible a través de sus formaciones.
Es función del psicoanalista
interpretar ese saber para poder abrir las vías del deseo y modificar la
economía de goce de un sujeto.
El sujeto grita a través de su
síntoma el lugar de verdad que ocupa en el deseo parental.
El descubrimiento de Freud se asienta
en que de esa verdad, su registro debe tomarse “a la letra”, como hecho de sintaxis, pues esos efectos se
ejercen del texto al sentido, lejos de imponer su sentido al texto.
No sostener esta posición es
sustituir este saber textual por un saber de referencia teórico. Al respecto
Jose Attal dice que esto es creerse freudiano solamente a la manera en que
Freud respondía a Juanito que “mucho
antes que él viniera al mundo, él ya sabía que habría un pequeño muchacho que
amaría de tal manera a su madre… ”. El ya
sabido de antemano podría hacernos confundir en el punto de no ocupar el
lugar de supuesto saber, sino de sapiente.
En la posición del niño, sea como
síntoma de la pareja parental, como objeto plus de gozar, etc., el saber
textual se encuentra situado en un doble
nivel: en el niño, pero también a nivel de los padres o de uno de ellos en el discurso que se sostiene sobre el
niño.
Esto hace necesario una doble escucha
para el analista. ¿Cómo conducir una
cura con un niño no queriendo saber nada del discurso que se tiene sobre él, no solamente al principio,
sino a lo largo de todo su despliegue?
El inconsciente es un saber; pero a construir.
Es un hecho de experiencia clínica que este lugar del niño es perfectamente
modificable en la fantasía parental, en la medida que los padres no están puestos “fuera de juego”, y que algo se analiza también con ellos.
Desde el punto de vista de la
transferencia, esta puesta en juego de los padres instituye al analista en un
doble lugar: es el SSS para el niño,
porque es SSS para los padres.
El analista que trabaja con niños es
depositario de una doble transferencia,
lo cual nos lleva a escuchar no solamente al niño, sino al discurso que se
tiene sobre él.
Podríamos pensar esos momentos de
tropiezo como una detención en relación a transferir a los padres alguna circunstancia
determinada, tal como lo plantea Eric Porge en “La transferencia a la cantonade”.
La neurosis sobreviene en el niño
cuando este proceso se interrumpe. Este autor dirá que los padres no pueden soportar
la transferencia sobre ellos y en el punto de desfallecimiento del saber en
ellos, surge el SSS incorporado en el
niño.
El niño se hace depositario de un
saber oculto, supuesto, que el analista tendrá que descubrir.
Porge retoma el texto de Juanito,
donde éste le comenta a su padre que “si algo es permitido de ser pensado, ¿por
qué no decírselo al profesor?”, para afirmar que este es un diálogo a la cantonade, es decir, entre
bambalinas; se habla en alta voz pero a nadie en particular.
Cuando se produce entre un niño y sus
padres una imposibilidad de comunicación de este tipo, el analista está llamado
a restablecerla. La transferencia con el niño será al modo de “una transferencia
indirecta que aspira a sostener la transferencia sobre la persona que se
demostró inepta para soportarla”.[1]
La transferencia a la cantonade supone una transferencia indirecta contemporánea al
establecimiento de un lazo de transferencia sobre un progenitor en el punto en
que este desfallece.
La posibilidad de restablecer esta
transferencia dejará al niño posibilitado de hacer su neurosis, subir al
escenario.
También Porge destaca que las
intervenciones en relación a los padres son tan importantes como la
intervención con el niño mismo, y afirma que una de esas intervenciones es tan
simple como cerrar la puerta del consultorio.
Si consideramos la posición del niño
como llamada, la diferenciamos de la demanda parental. Privilegiar esa
dimensión apunta a transformar la queja
de los padres en discurso, donde el
infante aparezca relatado.[2]
En la clase se trabajaron dos viñetas
clínicas para pensar, aquello que a mi modo de ver establece una diferencia
entre la transferencia a la cantonade,
y luego el intento de armado de la escena lúdica, allí donde esta no se
verifica; haciendo cuadro como Velázquez en el cuadro de Las Meninas.
Caso N: Caballeros-Damas.
Agradezco a Gilda Torres la
posibilidad de compartir este material.
Se trata de la consulta por un niño
de 8 años que no puede concurrir a los cumpleaños de sus compañeros, necesita
la mirada permanente de su padre en las clases de futbol, así como también que
éste se quede despierto con la luz encendida hasta que N concilia el sueño.
Luego de algunas entrevistas con N y
con sus padres, una intervención de la analista reacomoda los lugares en la
familia con el consiguiente alivio del niño, posibilitándole también un cambio
en su relato.
Finalmente puede plantear que en su
horario de sesión preferiría quedarse en la escuela almorzando con sus
compañeros.
La analista le comenta que esa misma
semana van a venir sus padres, a lo cual responde: que vengan ellos.
A buen entendedor, pocas palabras;
que cada uno se haga cargo de su paquetito.
En esta viñeta pudimos pensar el
armado de la escena lúdica donde el pequeño sujeto se pone en juego con la
intervención de la analista a la
cantonade propiciando restablecer la transferencia del lugar donde ha
caído.
Queda por trabajar con los padres.
Caso J: El erizo
J es un pequeño niño de 5 años por
quien consultan ambos padres.
Cuentan
que lo echaron de dos jardines, no hay manera de controlarlo, no hace caso a
las maestras, pega a sus compañeros, mordió a una de ellas y pateó a la
directora.
Ya
habían hecho otras consultas, en las que les daban indicaciones de cómo
tratarlo y ponerle límites, le hicieron estudios neurológicos y hasta el
momento nada resultó.
J es
producto de una relación ocasional. M
y N eran compañeros de la facultad,
salieron en algunas oportunidades y así N
queda embarazada.
Frente
a esto me preguntaba por el lugar de inscripción que podría tener este niño, y
también en cuál familia si tal inscripción se produjese.
Las
primeras entrevistas con J
transcurren en un clima tranquilo. Me sorprende lo afectuoso que es este niño y
su necesidad de contacto físico.
En
una oportunidad al irse me dice: ¿me puedo llevar a mí? Esta frase me resuena durante varios minutos.
No
termina de constituirse una escena lúdica, falta anudamiento. Se arma, pero no
hay juego ni relato.
No
puede tomar las insignias paternas. J
encarna la inexistencia de una ley que
ordene las relaciones, el niño condensa el goce de un sistema no ordenado.
Un
día viene enojado, empieza a tirar cosas, me pide plastilina, no hace nada con
ella, se tira al piso, se pone a llorar, me pide el barco chico de dos que hay
en el consultorio.
-Primero ordenemos esto, le digo. No me
escucha, comienzo a levantar lo que hay
tirado por todas partes, mientras él agarra el barco más chico.
-
¡No tiene timón!, exclama.
-
Los chicos no tienen timón, necesitan que
los grandes los guíen, le digo, mientras bajo el barco grande y lo pongo al
lado del suyo.
-
¿Cómo podemos hacer para que lo lleve? Ya
sé, lo enganchamos. Tené cuidado, no pongas los chicos en el borde,
esbozándose un diálogo que expresa un rudimento de cuidado y atención por sus
objetos.
En
una oportunidad, luego de un ataque de ira, en el que intenta revolear la
computadora corto la sesión y llamo al padre para que lo busque.
Frente a la pregunta del padre, acostumbrado a
que lo llamen de todos lados para que retire al niño, respondo que terminamos antes la sesión.
Busco
en el Google, alguna referencia acerca del personaje que tanto lo había
alterado descubro que es una joven que está locamente enamorada del personaje
que representaba al niño desde que fue rescatada por él, es competitiva y
posesiva y su manera de defenderse es con un martillo que llama “el martillo
del amor”. Es así que creo darme cuenta que a J, el Uno se le hace insoportable.
En
la sesión siguiente, antes de entrar al consultorio, J me pide perdón ante la sorpresa del padre, a lo cual respondo
diciéndole que todos tenemos malos momentos.
Quiere
jugar con la computadora y yo le propongo hablar.
-
Mi papá siempre me habla y estoy igual, responde
entre sollozos.
- Acá hablamos diferente.
-
Me da vergüenza.
Comienzo
a emitir frases escatológicas, intentando acercarme a alguna que tal vez a él
lo avergüence pronunciar, obteniendo siempre su negativa, hasta que finalmente
me dice: tengo miedo de estar solo porque hay un bebé mecánico que me quiere
hacer algo, le sacó el alma a una nena, me lo dijo mi mamá. Por eso no quiero
estar solo y me quedo al lado de la gente que conozco.
En el Seminario XIII: El objeto del psicoanálisis, Lacan toma el cuadro Las Meninas de Velázquez para definir el
lugar del analista en la historia del paciente. Luego lo retoma en El Seminario El acto para decir que lo que hay allí de ilusión de SSS está siempre
alrededor de lo que se admite como el campo de la visión, en cambio lo que hay
de mirada es lo que está presente y velado a la vez.
Quiero solamente detenerme en algunas
cuestiones que toma E. Porge en El
analista en la historia del sujeto como Velázquez en el cuadro de Las Meninas[3].
Él describe una presencia invisible que
se oculta, inaccesible, que sin embargo insiste, una presencia que nos
atrapa, que nos llama a entrar, como si el cuadro nos tragara.
En el espejo del fondo se ven el rey
y la reina. Lacan dirá que este espejo es una pantalla de televisión, no es más
que ilusión, pero ilusión querida por el pintor, querida como ilusión.
Muchos autores han escrito textos
sobre este cuadro, entre ellos Ángel del Campo y Frances. Este autor escribió
un libro denominado La magia de las
Meninas donde describe detalladamente aquello que Lacan intuyó años antes.
Plantea que el personaje del fondo,
Nieto Velázquez, pariente del pintor, no empuja una cortina, sino que acciona
un gran espejo que capta los rayos luminosos que vienen del exterior, hace un
juego de luces, como una linterna mágica escondida por la tela dada vuelta que
reenvía la imagen del rey y la reina, pintada sobre un tablero apoyado sobre
una mesa en forma aumentada.
Esta linterna mágica reenviaría la imagen agrandada del rey y la
reina sobre la tela dada vuelta (delante del pintor) y es esta imagen la que se
refleja en el espejo del fondo.
Todo este dispositivo sería un
artilugio, un juego inventado para divertir a la infanta.
Velázquez no pinta la realidad, sino que pinta
el acto de pintar. Él está representado
en un momento de escansión, de detención. Él
pinta un momento donde no pinta.
El rey y la reina representados en el
espejo del fondo son una presencia
simbólica, no una representación donde se estarían reflejando los
personajes en su realidad.
Es sólo esto lo que me interesa
destacar para poder pensar el montaje de la escena analítica con un niño: el analista, como
Velázquez formando parte del cuadro e invitando a entrar, el juego y la
presencia simbólica de los padres.
En Paradojas en la Infancia, Alejandro Varela subraya la posición del
analista como Velázquez, en un punto que ilustra la mirada, en el que no es
pintor, sino es soporte y elemento del sujeto mirando. Como el analista que jugando, se juega.
Es esta dirección, la que intento
tomar con J, tanto cuando busco en
Google, ese gran saber textual del que disponemos como cuando me juego
emitiendo frases escatológicas que producen una respuesta angustiosa,
paranoica.
Sólo podemos hablar de rudimento de
juego en este niño muy afectado para quien la mirada de la analista no tiene
solamente una función de sostén, sino también de corte.
Para concluir nuevamente aquí
planteamos una diferencia entre el análisis de un adulto cuyo fantasma está
constituido y el niño, donde el hacer cuadro será a condición de ser soporte
real de la ilusión en un recorrido que se está construyendo donde puede
relativizarse la disposición fantasmática que es posible después de la
pubertad.
He intentado describir dos
modalidades de intervención que dan cuenta de lo que anticipé en el título de
esta presentación: la transferencia a la
cantonade y el juego en el hacer cuadro.
Sara Wajnsztejn
Noviembre de 2012
[1] Porge, Eric. La transferencia “a la cantonade”. Citado
en Varela, Alejandro. Paradojas en la
infancia. Letra viva. Buenos Aires. 2008.
[2] Varela, A. Paradojas en la
infancia. Op. cit.
[3] Citado por Varela, A en Paradojas en la infancia.
Op. Cit
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