Sintoma e Infancia
Laura Monczor
El tema que decidí tomar
hoy tiene que ver con ciertas situaciones que se nos presentan a la hora de
decidir tomar un niño en tratamiento.
Sabemos que la consulta por
un niño viene siempre vehiculizada por un adulto: padres, escuela, pediatra,
etc. Y el motivo de consulta tiene que ver con una situación de malestar, o
bien padecida por el niño, o bien padecida por las personas o instituciones que
se relacionan con el niño.
Desde ya, el primer trabajo
es despejar acerca de quién va a ser nuestra intervención, si es pertinente un
tratamiento, quien debe llevarlo a cabo. La segunda cuestión es dirimir si
están dadas las condiciones para comenzar un tratamiento. P. ej. se dan
situaciones de pedido o indicación de tratamiento por parte de la Defensoría a
un niño abusado, cuando el abusador convive con el niño. Esta es una situación
que es necesario resolver antes del inicio de las entrevistas.
Las entrevistas de admisión
en el Hospital, o las primeras entrevistas en un consultorio, se tratan de eso:
que estén dadas las condiciones para el inicio de un análisis. Y esa es nuestra
primer intervención.
Propongo entonces que
trabajemos en relación al niño y la familia, tomando en cuenta ciertas
coordenadas que se nos presentan en la clínica de un modo que no es demasiado
tradicional.
En segundo lugar, plantear
algo de lo que podemos pensar en relación al síntoma en el niño.
Luego, siempre la consulta
amerita un análisis? Qué parámetros podemos tomar para decidir? Planteo una diferencia entre la consulta y el
tratamiento. Cuestión del sujeto y el tiempo.
No repetiremos las
coordenadas por las cuales el infans depende del Otro para su subsistencia,
pero para trabajar en relación al niño, es algo que no vamos a perder de vista.
Este Otro es vital en relación a los cuidados, pero es vital también en función
de la constitución del SUJETO.
Este niño, está inserto en
una familia, cuya función se ha ido modificando en torno al cambio de época,
así como se han ido modificando también las presentaciones en torno de un niño
que es traído a la consulta. Que un niño tenga o no efectivamente familia, no
cambia las cosas en relación a la presencia de la familia, así sea por la
ausencia (me refiero p. ej. a los niños que viven en un Hogar).
El hecho de que esté
pensando en los cambios que se nos presentan en la consulta actual, tiene que
ver con tener en cuenta que hay parámetros que tenemos que incluir en la consulta.
P. ej.: en las entrevistas a padres: quienes son los padres, a quien se cita,
que pasa cuando la consulta es vehiculizada por uno de los padres, qué consecuencias
tiene eso en el niño, quienes son los referentes adultos, etc. O por ej.,
cuales son los recursos con los que contamos a la hora de tener que hacer una
denuncia por protección del niño.
Un ejemplo sencillo que
llevó varias entrevistas de admisión:
Hace un tiempo consulta una
madre por un niño de 3 años. La madre, en franco duelo por la separación de su
pareja, padre del niño. El motivo que la trae al consultorio es que el niño no
habla bien, y llora cuando va a la casa del padre que vive con su propio padre
que padece Alzheimer. Luego de dos entrevistas con la madre, quien no puede
dejar de quejarse del padre del niño (que no se hace cargo, no se ocupa, etc.),
cito al padre. Viene, enojado porque quien soy yo para citarlo para hablar de
su hijo, el no acuerda con la madre en que el niño no está bien, y no va a
concurrir ni consiente que el niño venga. Además, no va a permitir que la madre
haga lo que quiera. Punto interesante éste… el niño parecía estar padeciendo
cierta situación de angustia, la separación de sus padres había coincidido
además con el control de esfínteres, cuestión que se le estaba dificultando. Le
pido entonces a la madre un informe del jardín: hablaban de un progreso en el
uso del lenguaje y entonces, en fin, porque no situar las cosas en su lugar y
permitirle al padre tomar una decisión diferente. Estos desacuerdos frecuentes
requieren que se maniobre en función de aquello que suponemos que dejará al
niño menos entrampado en el conflicto de la pareja, aunque calculemos que el
tratamiento en algún momento se impondrá
de todos modos. En ese sentido, sabemos que el malestar va a insistir, y
que si no es vía los padres, será mediante la escuela, pediatra, etc, que podrá
vehiculizarse la consulta.
De otro modo, hay
derivaciones bien aceptadas por los padres, pero que nos cuestionan el porqué
de nuestra intervención. Me consultaba una psicóloga de un Equipo de
Orientación escolar, que le había pedido una docente de jardín que se derive a
un nene de tres años. El motivo era que lloraba cuando veía al maestro de
música y textualmente escribe en el informe que es una actitud INFANTIL. Una
actitud infantil a los tres años?, pregunta la psicóloga del EOE …
Pero, retomando este último
ejemplo, aparece en ciertos casos poca tolerancia a los tiempos y procesos
propios de lo infantil: el acoso insistente de la pulsión, el acomodamiento a
las situaciones nuevas, la angustia, etc. A este apuro por la “normalización”
responde la medicalización y el sobrediagnóstico, situación cada vez más
frecuente en la atención a niños. La psiquiatrización de lo propiamente infantil no ha traído
mayores resultados que la desresponsabilización de los adultos que rodean al
niño. (también ej de Francia, ladrones de cubos y vigilancia en las escuelas).
El peligro del sobrediagnóstico es lo que trabajábamos en la primer clase: la
palabra queda reducida a un mensaje cifrado, el síntoma pasa a ser signo, y el
nombre de la enfermedad, síndrome o cuadro otorga consistencia de ser al
sujeto, pero congela el despliegue discursivo y por lo tanto el deseo.
Estas cuestiones se
manifiestan conjuntamente con el hecho que Laurent plantea en relación a un
cambio generado por la sociedad de consumo que genera la extensión de lo que él
llama patologías de las acciones, a diferencia de hace 40 años atrás, que
aparecían con más frecuencia las patologías derivadas de la prohibición. Dice
que la figura del padre fue trastocada, y que hoy el padre se carga la culpa de
prohibir. Hay una desautorización de la prohibición y también una desatención
sobre la prohibición. Plantea que el alejamiento del otro deja al sujeto cada
vez más sumido en el autoerotismo. Quienes encarnan para el niño el Otro,
también están desorientados. Y se escucha en el consultorio:“Poner una
penitencia???”. En este sentido se solicita a la escuela que una chica de 13
años no chatee hasta las tres de la mañana!!!!! O al analista que le explique a
la niña de 11 que no debe contestar mal a sus padres…
(C. Soler plantea que, cada
vez hay más síntomas que conectan al sujeto con un goce al margen del lazo
social. O sea que sustraen al sujeto de su relación con el semejante, en
beneficio de una goce cerrado sobre sí mismo. En realidad, dice, todos los
síntomas están determinados por el discurso, no están fuera del lazo social, lo
que cambia es su relación con el goce.)
Laurent plantea en la misma
línea la cuestión de la violencia, señalando la soledad del niño frente a su
propia violencia, cuestión propia del ser humano. Plantea que antes se los mandaba a la guerra, y ahora se los
manda a la escuela. El problema es que las instituciones, e incluye dentro de
las instituciones a la familia, tienen problemas de autoridad: no hemos sabido
inventar los rituales apropiados que ayuden a los jóvenes a encontrar salidas
que no sean autodestructivas, a hacer algo con esa violencia propia del ser
humano.
Lo que es notorio cuando
recibimos a los niños y adolescentes es la soledad en la que están inmersos:
Recientemente, llega a
consulta un chico de 14 años. Dejó la escuela, “que no sirve para nada”, está
en su casa todo el día, y el padre le planteó que vaya al taller mecánico a
trabajar con él, aunque ahí no hace nada. Pero le pagan… Los padres han
realizado consultas desde sus 6 años, por cierta fobia. Pero dice él que los
psicólogos no sirven para nada. Lo que me interesa es que en la entrevista a
los padres se escucha un desconcierto, un no saber qué hacer, un dejarlo hacer
lo que quiera, por impotencia el padre, y se soslaya cierta “comodidad” en la
madre. Esto agregado al hecho de que, que un chico deje la escuela no conmueve
a la escuela tampoco, sino más bien se saca un problema de encima. La soledad
de este chico es notoria. Soledad en términos de que no haya un mandato al menos al que oponerse, un ideal con el que
pelearse, y en este caso particular, no hay lugar en el deseo.
Entonces, como decía al principio, por un lado
nos encontramos con la consulta que en el caso del niño es una consulta de los
padres. Nuestro trabajo en las primeras entrevistas será definir si esa
consulta, implicará necesariamente un tratamiento.
Entonces, partamos de la
idea de que el SINTOMA del sujeto es una respuesta (tal como el síntoma está
situado en el grafo del deseo), una respuesta que aporta significación a la
falta del Otro.
Particularmente en el niño,
dice Lacan en las Dos notas…, esta respuesta es tal en función de la pareja
parental, vale decir, de la madre en tanto su deseo está articulado con el
Nombre del Padre. O sea, cuando hablamos de síntoma en el niño es porque la
metáfora paterna está operando. Esto que no es una obviedad en ningún sujeto que
nos dispongamos a escuchar, en el niño es fundamental, ya que no es que todas
las operaciones constitutivas del sujeto se dan de entrada, sino que se
requiere del TIEMPO. Un tiempo que es diacrónico, aunque la estructura
simbólica preexista al sujeto y sí esté presente de entrada.
Podríamos pensar que hay un
Inconciente como discurso del Otro que está presente desde siempre, que no
comporta el tiempo de estructuración, y un Inconciente, ese sujeto, que tiene
un tiempo de aprehensión, incorporación, que implica los tiempos de lo real del
campo biológico, madurativo, y los tiempos de institución de ciertas
operatorias ( el fort da, la metáfora). Esto es lo que nos permite pensar en
que una consulta porque un niño de 2
años no habla, nos dice algo de la madre pero del niño sólo nos dice que hay
que esperar.
El síntoma mismo es además
metáfora: es la sustitución de un significante por otro.
Pero no creamos que los
niños que nos llegan presentan necesariamente síntomas: inhibiciones,
angustias, fobias, impulsividad, forman parte de las consultas cotidianas.
Ej: Z, de 9 años, dice que
está triste porque sus padres se separaron. Y llora… Además en la escuela se pelea
con sus compañeras de modo tal que siempre que hay un conflicto, aunque sea de
otras, ella queda en el medio.
Los padres, en franco
reproche uno al otro, le cuentan a Z, cada uno por su lado, eso que le
reprochan al otro (dinero, etc). Sobre todo su madre. Z escucha, cuando la
convocan o cuando hablan por teléfono, etc.
En un momento de su
análisis Z relata un sueño: dos hermanitas y sus papás van en auto que choca y
mueren las dos nenas de 3 y 5 años. Chocan con un camión que no vieron porque
iban peleando.
El quedar en medio de las
peleas se recorta, y comienza a aparecer la cuestión de lo que le afecta, no la
separación sino las peleas de los padres que no cesaron ni aún separados. Con
las amigas se alivia. Esto es lo que produce a veces el situar las cosas en su
lugar:” no es con ellas, ni es conmigo, cosas de grandes”. Por supuesto que el
dejar de estar en el medio le implica perder un lugar gozoso en relación a
estos padres…
Es justamente ese el efecto
de un análisis.
Ahora, no todo padecimiento
en el niño se sitúa a nivel del síntoma. La infancia es el tiempo del cuerpo,
tiempo en que la pulsión se presenta excesiva, traumática. Lo pulsional
requiere por parte del niño un gran trabajo psíquico: la insistencia de la
pulsión implica desorganización y angustia. La tensión agresiva, la excitación
y la ebullición pulsional crean un desorden excesivo, que se va ordenando,
apaciguando mediante la palabra, enlazándose a un discurso. Es el despliegue de
la palabra lo que articula la pulsión a significantes, enlace apaciguador. A
los niños es necesario prestarles palabras ya que “lo conciente no ha adquirido
aún todos sus caracteres, todavía se halla en pleno desarrollo” (Freud).
Entonces, recibimos niños
con un sufrimiento que no habla, que no llega a ser síntoma. Otros con
perturbaciones graves, imposibilitados de jugar porque la ficción creada por el
acceso al lenguaje les es inaccesible, y que por lo tanto la palabra que frena
la intensidad de la pulsión hay que construirla.
(Se descontrolan los
agujeros del cuerpo, no hay contención, etc..)
Por ese acceso paulatino a
lo simbólico,en un primer momento, previo a lo que Freud llamó período de
latencia, los síntomas en los niños se presentan con más frecuencia en relación
al cuerpo. En ese momento, pensar el síntoma como una formación sustitutiva se
reduce, dado el escaso número de significantes con los que el niño cuenta, por
lo que la angustia tiende a enmarcarse como padecimiento corporal.
Nuestra intervención tiene
que ver con el poder hacer con el exceso, modularlo en la transferencia, que la
cantidad se atempere y se transforme en cualidad. Es un tiempo de imponer la
espera y de poner (no imponer) palabras, jugando, hablando, dibujando.
En los tiempos del todo ya,
de la impaciencia, de las soluciones rápidas, de la falta de tiempo, nuestra
práctica nos debe provocar el hecho de tomarnos y darle a nuestros pacientes,
el tiempo de despliegue que nos permita tener el material suficiente para poder
intervenir adecuadamente.
T tiene 6 años. Los padres
consultan por sus enojos ruidosos, escándalos y berrinches. T quiere ganar.
Dicen sus padres que es un niño dulce e inteligente, perceptivo, cariñoso.
Excepto cuando pierde. El mundo de las reglas se ha vuelto demasiado exigente
para T, pero eso lo deja solo, porque quien va a querer jugar con un niño con
el que “o gano o no juego más”. En la primer entrevista con T eligió dos
juegos: al primero ganó y al segundo el azar jugó a mi favor. T se puso a
llorar y no tuve forma de consolarlo: ni darle la revancha, ni jugar a otra
cosa. Pensé que no iba a volver, pero lo vi una segunda vez. Jugamos a otro
juego “Mentiroso”. Cuando perdí, T me preguntó: estás enojada?, -y, sí. –Ah,
bueno, pero vos sabés mentir, no parecés enojada.-No, es que quiero seguir
jugando… El Mentiroso es ahora nuestro juego de cabecera. Lo jugamos cada
inicio de sesión y T mira mi cara para darse cuenta si le miento o no, y poder
ganarme. Tiene una percepción asombrosa. Lo interesante es que él sí ha logrado
escabullirse un poco y no quedar tan expuesto a la vista de sus pares y poder
seguir jugando. Es un inicio. Veremos como continúa.
R es un niño, actualmente
de 11 años, que se atiende en el Hospital hace varios años.
El motivo de consulta es
que R se dispersa, no presta atención, le cuesta el lazo con los pares.
Atendido primeramente en el
Equipo de Psicopedagogía, la profesional hace una derivación al Equipo de
Niños.
R cuenta con su mamá y su
papá, y es hijo único. La madre, interesada y conocedora del psicoanálisis,
lidia con sus depresiones y delirios, que aparecen ante algunas situaciones
vitales: nacimiento de R, muerte del hermano. El padre contiene la situación
como puede, acompaña a R, arma estrategias para que R preste atención, cuida y
quiere a su mujer.
Se realiza la derivación a
una psicóloga del Equipo y R concurre entonces a los dos espacios de
tratamiento. Y los padres también…
Una intervención de la
psicopedagoga provoca la interrupción de ese espacio: les comunica a los padres
que R padece alucinaciones auditivas. (película de Harry Potter).
Muchas veces, los niños que
padecen cierta fragilidad en la estructuración de su YO, se identifican con
facilidad a los otros, semejantes, campo de lo imaginario, haciendo un como sí,
como si fueran el otro, tomando sus palabras y su tono. Este fenómeno es muy
visible en los niños pequeñitos, que hablan de tú como en los dibujitos, etc.
Pero esta comunicación a
los padres por parte de la profesional, que para esta madre en particular, hace
diagnóstico, quiebra la relación transferencial en ese espacio. Qué hacer? La
analista de R recibe ese malestar, y, a diferencia que en otros casos, se decide
que continúe atendiendo a R.
R pregunta a la analista
por su maternidad, y la maternidad de la analista es el motivo por el cual
finalmente se deriva a R.
Lo tomo yo en tratamiento.
Desconfiados los padres, me preguntan cual es mi posición acerca del diagnóstico
de psicosis de R. Les explico que me parece inútil trabajar en este momento con
cualquier diagnóstico, que lo que vamos a hacer es trabajar. Hay muchas cosas
para sostener un tratamiento con R: acaba de cambiar a una escuela nueva y hay
que ayudarlo. Hasta donde? No sé, no vamos a trabajar con un techo a no ser que
ellos no acompañen el tratamiento en esta propuesta de trabajo. Aceptan. Hace
un año y medio que estamos trabajando.
R se incluye muy bien en la
nueva escuela, a la que no le preocupa el rendimiento de R, sino que no se haga
amigos. Lo alojan, lo ayudan y R responde.
En las sesiones jugamos a
distintas variantes del mismo juego: mientras charlamos. Algo del brillito
fálico comienza a circular: quiere ganar, hace un chiste en relación a la
sexualidad de un personaje de una película. Un chiste!!!! El chiste requiere
que las leyes del lenguaje estén operando…
Cuando la madre tiene un
brote, en medio de su inmensa tristeza, me muestra un libro sobre dinosaurios y
me lee que los machos pelean por la hembra. Y dice: qué problemas traen las
mujeres… Le digo que sí, que me parecía que en realidad su mamá le traía
problemas.
Las intervenciones con R
apuntan a que no quede sumido en la situación de la madre, sosteniéndola en su
descompensación: no es lo mismo que R diga mi mamá es divertida, que mi mamá
está loca, cuando hace una sopa con talco. Divertido es jugar, mirar tele, etc.
Pero lo de la mamá no es una ficción, es una situación real.
Se orienta al padre en la
importancia de que R sepa que su mamá hace locuras, luego de que en una sesión
trabajamos la diferencia entre ser loca y hacer locuras. Yo ya sabía que en
esta familia los diagnósticos no aportaban nada…
Hacia donde vamos? Hacia la
posibilidad de R de construir una escena
que le permita posicionarse en la vida. No quedar atrapado en la escena
de los padres: madre delirando, padre disfrazando. Que R logre armar los artificios
que requiere el relacionarse con otros. No sé hasta donde llegaremos.