Juego e
infancia
Sara Wajnsztejn
Tradicionalmente se asocia el juego con la
infancia; en este sentido, P. Ariés plantea esta “especificidad” como solidaria del proceso de individualización del niño y la familia concomitante
a una cierta preocupación por la precisión numérica.
Gracias al diario del médico Heroard,[1] nos
podemos imaginar la vida de un niño a comienzos
del siglo XVII, sus juegos, sus pasatiempos, etc.
Aunque se trate del futuro Luis XIII, esto puede
permitirnos pensar el lugar del niño en las anteriores sociedades. En la corte
de Enrique IV, todos los pequeños, sean legítimos o bastardos recibían el mismo
trato que los niños nobles y no existía aún mucha diferencia entre los palacios
reales y los castillos de los hidalgos.
En la mitad
del siglo XVII, el culto
monárquico separaba a partir de la infancia, al pequeño príncipe de los demás
infantes.
Cuando Luis XIII tenía 1 año y 5 meses, según anota
Heroard tocaba el violín y cantaba simultáneamente, a la misma edad juega al
mallo, como si un niño de esa edad actualmente jugara al golf.
El Delfín debía asistir a la comida de su madre
sentado en una de esas sillas de bebé, como tantos otros niños de otras
familias.
A los 2 años, "conducido al gabinete del
rey, baila al son del violín toda clase de danzas". [2]
La música y la danza se enseñaban precozmente, lo
cual podría explicar "la frecuencia, en las familias de profesionales, de
los niños que hoy llamaríamos prodigios, como Mozart, por ejemplo". [3]
Continúa Heroard: "le gusta la compañia de los
soldados". "Juega con un cañon pequeño"."Hace pequeñas
acciones militares con sus soldados".[4]
También sabemos que le gustaba frecuentar el juego
de pelota y de mallo, cuando aún dormía en cuna.
Su nodriza le contaba cuentos, pero éstos no eran
escuchados sólo por los niños sino que se recitaban en las veladas de los
adultos.
Al mismo tiempo que jugaba con muñecas (4 ó 5
años), tiraba al arco, jugaba a las cartas, al ajedrez, a los juegos de los
mayores.
Participaba de los juegos con los pajes o los
soldados. Cada vez con más frecuencia, el Delfín vivía entre los adultos y asistía a sus espectáculos. A
los 3 años bailaba la gallarda, la zarabanda y participaba de los ballets de la
corte.
A los 5 años asistía a las farsas, a los 7 a las
comedias.
Concurría a los combates de lucha, corridas de
sortija, etc. También participaba en los grandes festejos colectivos.
Concluyamos entonces que no existía en esa época la
separación tan rigurosa que existe actualmente entre los juegos reservados a
los niños y los practicados por los adultos. Los mismos juegos eran comunes a
ambos.
Van Marle[5] , en su
estudio de la iconografía de los juegos comenta: "En lo que se
refiere a las diversiones de las personas mayores no se puede realmente decir
que fueran menos infantiles que los entretenimientos de los niños. Pues
claro; eran los mismos! agrega P. Ariés". El cuadro de Brueghel, “Juego
de niños” lo ilustra.
A comienzos del siglo XVIII se comienza a segregar
a la primera infancia. Podemos observar en los cuadros de dicha época la
representación de niños en distintas escenas de juegos; tales como el caballito
de madera, el molinete.
Tales juguetes podríamos pensarlos como el producto
de una imitación por parte de los niños de las conductas de los adultos: el
caballito de madera en la época en que el caballo era el principal medio de
transporte o el molinillo que remeda los molinos de viento.
Pero en otros casos cabría preguntarse si algunos
juguetes no habrían pertenecido anteriormente al mundo de los adultos, el
columpio, por ejemplo figuraba entre los ritos de una de las fiestas previstas
por el calendario: los Aiora, fiesta de la juventud, donde los muchachos
saltaban unos ordes llenos de vino y las chicas se mecían en columpios.
Existía una estrecha relación entre la ceremonia religiosa colectiva y
el juego que formaba su rito esencial.
Luego el juego se separó de su simbolismo
religioso, perdió su carácter colectivo para convertirse en profano e
individual.
"Al tornarse profano e individual se fue
reservando más a los niños, cuyo repertorio de juegos aparece como el conservatorio
de manifestaciones colectivas abandonadas en lo sucesivo por la sociedad de los
adultos y desacralizada".[6]
La sociedad del Antiguo Régimen permaneció fiel
durante mucho tiempo a distracciones que nosotros hoy consideraríamos
infantiles, porque han pasado definitivamente al terreno de la infancia. Por
ejemplo el Guiñol de Lyon de principios del siglo XIX era un personaje
popular, pero adulto.
El Guiñol se ha convertido en el nombre del teatro
de marionetas reservado para los niños.
Nos resulta difícil concebir actualmente la
importancia de los juegos y de las fiestas en la antigua sociedad, ya que hoy
no disponemos mas que de un espacio muy limitado entre la actividad laboral,
hipertrofiada y una vocación familiar necesaria y exclusiva.
La distracción se ha vuelto algo casi vergonzoso y
sólo tolerada a intervalos pequeños y a veces casi clandestinos.
En la antigua sociedad, el trabajo no ocupaba
tantas horas del día, ni tenía tanta importancia para la opinión pública.
Casi se puede decir que no tenía el mismo sentido.
Por el contrario, los juegos, las diversiones, se propagaban mucho más;
formaban uno de los principales medios de que disponía la sociedad para estrechar vínculos. Sucedía lo mismo con casi todos los juegos, pero este rol
social aparece de forma más clara en las grandes fiestas estacionales y
tradicionales, donde los niños no sólo participaban en ellas, sino que tenían
una función específica.
Desde el siglo XIV al XVII, se acostumbraba confiar
a los niños una función específica en el ceremonial que acompañaba las
reuniones familiares y sociales, ordinarias y extraordinarias.
De ocupar un lugar específico en las fiestas de
todos a las actuales "fiestas infantiles".
Antiguamente casi no existían diferencias entre el
baile de los niños y el de los adultos, más adelante, el baile de los adultos
se transformará y se limitará definitivamente, con el vals a la pareja
sola; hoy ya se trata del "individuo" solo, rock de por medio. Como
vemos el grado de especificación es cada vez mayor: de las colectividades a las
parejas y finalmente a la persona sola.
Los juegos reunían, como la música y la danza a
toda la comunidad y mezclaban a las edades.
Durante los siglos XVII y XVIII se estableció un
compromiso que anunciaba la actitud moderna con respecto al juego,
fundamentalmente diferente de la antigua que acompañaba a un interés antes
desconocido de preservar la moralidad
de los niños y educarlos, prohibiéndoles los juegos clasificados en lo
sucesivo como nocivos y recomendándoles los juegos reconocidos como buenos.
Cabe destacar que la Iglesia medieval condenaba
toda clase de juegos; sin excepción, pero esto alcanzaba sólo a los clérigos y
ni aún entre ellos la prohibición fue muy respetada.
Esta actitud de total reprobación se modifica en el
transcurso del siglo XVII, principalmente bajo la influencia de los jesuitas
que los incluyen apoyados en las posibilidades educativas de los mismos.
De esta manera, por ejemplo se dejó de denunciar la
inmoralidad de la danza, y se la empezó a enseñar en los colegios, porque la
danza al armonizar los movimientos del cuerpo, evitaba la torpeza y daba
destreza y buena postura.
Los médicos del siglo XVIII, inventaron, a partir
de los antiguos "juegos de ejercicio", una técnica nueva de higiene
del cuerpo: "la cultura física".
A finales del siglo XVIII, los juegos de ejercicio
recibieron otra justificación, patriótica esta vez: preparaban para la
guerra.
"Así, bajo las influencias sucesivas de los
pedagogos humanistas, de los médicos de la ilustración y de los primeros
nacionalistas, se pasa de los juegos violentos y sospechosos a la gimnasia y a
la preparación militar, de los altercados populares a las sociedades de la
gimnasia"[7] . Vale
decir, estas antiguas prácticas están reguladas ahora en nombre de la
educación, la salud y el bien común.
Partimos en este relato de un momento histórico en
que los mismos juegos eran comunes a todas las edades y condiciones. Lo que
debemos resaltar es el abandono de esos juegos por los adultos de las clases
sociales superiores y su supervivencia simultánea en
el pueblo y entre los niños.
Esta coincidencia nos permite pensar en la relación
entre la especificación y
segregación o encierro del niño con un concomitante intento de clasificación,
ya sea por edades, clases, etc., como decíamos hace un rato subsidiario
de una preocupación por la exactitud numérica, el cálculo y el control.
Como vemos en las últimas décadas los historiadores
han jerarquizado el valor de la cotidianeidad. Sus contribuciones nos han
llevado a replantear el estatuto del niño, al mantenerlo en conexión con la
historicidad que le es propia. Esto nos permite pensar con mayor profundidad la infancia
como un producto sociocultural.
Socioculturalmente no hay una infancia, en
singular, sino muchas. Infancia se escribe en plural.
Para el psicoanálisis, infancia son los momentos
fundantes de lo infantil. Época durante la cual el sustrato biológico es
reformulado por marcas y apropiado por determinaciones y leyes.
Un proceso que frecuentemente se topa con las
inercias propias de ese cuerpo, ahora erógeno, que no suele prestarse tan
dócilmente a las temporalidades u regulaciones de la cultura. Indocilidad que
no corresponde a un resto refractario de naturaleza, sino a un plus que la
crianza humana suplementa.
También la infancia son recuerdos, que
paradojalmente no dan cuenta de “eso” infantil, encarnado, polimorfo, en
proceso; más bien lo encubren.
Porque “eso” tiende permanentemente a sustraerse de
nuestras posibilidades de temporalizarlo y hacerlo historia, o historias.
En el arte medieval anterior al siglo XII, las
peculiaridades de la infancia fueron desconocidas.
Hasta el Renacimiento las palabras que
representaban al niño no lo hacían de modo discriminado.
El siglo XVIII es el punto angular para
la formación, en Occidente de una “esfera” infantil.
Separados trabajo y vivienda, a la infancia se le
asignan espacios propios donde permanecer.
Surgen los cuartos de los niños y las plazas de
juegos, así como una vestimenta particular que diferencia más nítidamente
edades y también las nenas de los varones. Comienza la masificación de los
juguetes y el auge de una literatura específicamente infantil.
De la Gran Casa feudal a este Hogar-nido, un
remanso de paz, pero también de intrusión.
La presión de la socialización comienza a abarcar
todas las expresiones vitales del niño y determina las reglas de decencia que
convienen. Esto significa al mismo tiempo marcar las fronteras del juego. En
este sentido, el combate contra la masturbación fue un paradigma por los
niveles de crueldad que alcanzó.
La entrega al disfrute del momento entraba en
contradicción con la actitud de previsión sistemática, a largo plazo, con que
la ascética burguesa en ascenso quería derrotar a la decadente moral de la
aristocracia.
Una vez consolidada como clase, el objetivo
predominante de la burguesía pasó a ser la estimulación de la “industriosidad”.
Más que coartado, el juego debía ser instrumentado.
A través de una pedagogía de la simulación de
determinadas operaciones sociales, se impuso el “como si”. Más que ascéticos,
los pequeños debía ser hábiles, optimistas, comunicativos y conocedores de las
cosas prácticas; moderados, flexibles, adaptables y diestros en el trato
social. Las niñas recatadas esposas y futuras madres. Mientras tanto, los hijos
e hijas de trabajadores y campesinos encontraban grandes impedimentos para
jugar debido a una educación (si es que la recibían) orientada a incorporarlos
rápidamente a trabajos de baja calificación, o a formar parte del ejército de
reserva de desocupados.
Juego y psicoanálisis.
Freud, que vacila ante la pregunta: ¿Qué quiere una
mujer?, responde a la homóloga: ¿Qué quiere un niño? Ser grande.
Esto nos lleva a encontrarnos con una función
esencial del jugar: se juega para metabolizar la distancia niño-adulto.
Ese recorrido no sólo impone al niño afrontar la
realidad del mundo y las marcas que éste imprime, sino también sus
fantasmagorías, en especial las que lo tienen como soporte u objeto.
El juego es constitutivo del niño, es mediador, pantalla frente
al deseo del Otro.
Esta mediación lo situaría como suplemento,
"que hace las veces de...", "que ocupa el lugar de ...",
que posibilita el despliegue de las ficciones.
Uno de los problemas cruciales del psicoanálisis
con niños es la relación entre fantasma, inconsciente y jugar.
Lacan en el Seminario 12 dice: “El juego es un
fantasma tornado inofensivo y conservado en su estructura”.
Si el juego es inofensivo, el fantasma, como
escena donde se halla representada la realización de un deseo no lo es.
No lo es porque el sujeto que está
representado en el fantasma ocupa lugares o ejerce actos o funciones que, por
motivos morales o éticos, son inaceptables a la conciencia.
La perversión y el sadomasoquismo son la lógica
dominante en el fantasma; y lo convierten en una suerte de guión
inconsciente para las formas de trato y relación con los otros, para el
lazo social.
Por eso es “ofensivo” y fuente de
síntomas y trastornos.
Si el jugar de los niños en análisis nos contacta
con el fantasma es porque ambos tienen una estructura en común.
Los dos se dan como escenas basadas en un guión,
que contempla secuencias, en las que son posibles modificaciones de los
personajes, sus atribuciones o sobre la sintaxis que la sustenta.
Si bien podríamos establecer algunas diferencias
entre el jugar y el fantasma, concluiríamos que ambos son productos
mestizos. (J. Vassen)
El fantasma está comandado por una insistencia
sorpresiva, vergonzante en tanto vivida como ajena y enigmática por lo perverso
de su argumento.
En cambio, en el jugar esas acciones no tienen ese
carácter imperativo y humillante y el modo de lazo social que el jugar propone
reconoce por el contrario, reglas de construcción o aceptación compartidas.
El fantasma impone modos de goce. En cambio el
jugar propone a través del “dale que…”, la estructuración de mundos lógicamente
posibles donde diferentes disfrutes pueden hacerse un lugar.
Entre fantasma y juego transferencial, más que
diferencias hay homogeneidades, ya que el fantasma que captura en su goce
también abre acceso al placer y el juego si bien abre a diferentes disfrutes,
también está comandado por un goce inconsciente.
No hay entonces ni fantasma ni jugar puro, ambos
son como decíamos antes: productos mestizos.
El juego del análisis es una convocatoria a ir
por la diferencia, la que instituye el pasar por una palabra. No una
cualquiera, sino una palabra conseguida, un significante nuevo, metáfora,
que permita, además construir un nuevo saber sobre sí.
En este sentido, el jugar transferencial hace lugar
a lo horrible y lo enigmático.
Freud decía que “todo niño que juega se
comporta como un poeta … inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le
agrada”.
Lo terrible y fragmentario que adquiere forma,
encuentra lugar y guión en la escenificación fantasmática.
Esto podrá ser procesado si es puesto en juego y
adquiere carácter de personajes de un jugar transferencial.
A través de ese reordenamiento lúdico, las
presencias atormentadoras pueden adquirir un carácter más agradable si son
convertidos en otros personajes, por contraste más inofensivos.
Intervenir en el juego posibilita ir intercalando
lúdicamente otras versiones de los personajes creados bajo la lógica del
fantasma.
Al intercalar versiones, el que juega se irá
desligando de las insistencias fantasmáticas.
Vassen toma de Grüner, el nombre de estas
intervenciones que intercalan versiones, llamándolas inter-versiones.
No intervenciones del analista solamente,
sino versiones de los personajes surgidas en ese “entre” que es el
jugar transferencial.
En ese cruce entre el niño y el analista, se genera
una reconstrucción productiva, una alteración en el mestizaje, una versión
otra de los personajes del fantasma.
Lo fundamental del jugar en análisis es lo que se
produce entre quienes juegan.
Es el jugar el que busca palabras y trajes
para lo indecible y nos hace jugadores. Es lo que surgiendo entre niño y
analista nos sorprende a ambos.
Entrar en juego es entrar en ese “entre” que
no es algo que cada uno trae sino la disposición a diseñar, a hacer, entre dos,
un lugar donde dejar lo que pueda advenir, lo que esté por-venir, que venga.
Hacer un lugar para que un jugar se despliegue,
posibilita estas intervenciones. Es allí, en ese espacio, donde un niño podrá
elaborar respuestas para interponer en su campo de batalla.
Respuestas que le permitirán conjurar las
presencias que lo traumático y lo indecible asumen.
Respuestas, según Freud, sólo posibles si a ellas
ha quedado anudado el placer y de ellas puede extraer alegría.
Algunas ideas para concluir: el niño que quería ser
grande pasó a ser, hoy, ya consumidor, opinólogo y sujeto de derechos.
Esto amplía sus horizontes pero también cambia sus
puntos de apoyo. Y al variar los soportes, la infancia, tal como la conocemos,
trastabilla.
J. Vassen señala que la ficción es una forma
privilegiada de dar cuenta de verdades subjetivas y sigue el camino abierto por
José Luis Pardo: Toy Story ¿qué quiere un niño?
Según su autor, Pinocho representa el pasaje “de un
muñeco que deviene humano” ¿Por qué quería ser niño un muñeco? Porque los
muñecos no crecen. Y los niños, en la época de Collodi, quieren crecer. Quieren
hacerse adultos, adultizarse, adulterarse, alterar su condición de niños, de
promesa y crecer.
En cambio, en Toy Story, Buzz Lightyear es un
muñeco que “se cree” explorador intergaláctico. Un muñeco que al revés de
Pinocho se “convierte” en muñeco, no en niño y “se desengaña de la ilusión de
hacerse humano”.
Buzz parece avisarnos de una mutación en el estatuto
de la infancia.
En estos tiempos hay niños que enfrentan presiones
sobrehumanas de eficiencia. Expectativa casi robótica ante la cual Tiempos
Modernos podría pasar por una película filmada en cámara lenta. Ellos son
sujetados a un marcapasos social que suele asumir un ritmo cocaínico. Él les
impone las pilas para que puedan andar a mil. Con lo que no sólo dejan de ser
niños, casi dejan de ser humanos.
¿No será que a ese niño sujeto de derechos se le
propone, o más bien se le impone, no sólo consumir, sino más bien convertirse
en juguete? En uno de esos muñecos autosuficientes, compactos, sin rendijas a
través de las cuales el niño pudiera insuflarles una vida que aparentemente no
les hace falta pues ya tienen la propia, a pilas.
¿No estaremos reemplazando trascendencia por
baterías? ¿No será que los niños corren el riesgo de muñequizarse? ¿No será que
en lugar de ponerles, ponernos las pilas habrá que sacárselas?
Tomo nuevamente algunas observaciones optimistas de
J. Vassen: Siempre y cuando haya padres y no “sponsors” o botellones de
clonación, siempre y cuando haya procesos de subjetivación y aprendizaje
mediados por humanos y fundados en anhelos de trascendencia, podremos
mantenernos a cierto resguardo de la intrusión descarnada del presente.
Padres que son insustituibles agentes de una doble
función. De inscripción erógena y simbólica por un lado y coadyuvantes de la
metabolización de lo inscripto por otro.
De lo inscripto por ellos o a través de ellos, pero
también a pesar de ellos o sin ellos, por la sociedad de la cultura y la época.
De las condiciones de inscripción y de las vías
abiertas para su elaboración surgirá en el mejor de los casos un ser que puede
jugar y podrá jugarse.
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